Contemplar la propia muerte: comenzar por el final para vivir con buenos principios
19 abril, 2021
Inevitablemente, la pandemia del COVID-19 ha reincorporado a la conversación social un aspecto de la existencia humana que el primer mundo había conseguido sortear o silenciar, al menos a nivel conceptual: el carácter inexorable de la muerte.
No estamos nada acostumbrados a pensar sobre la muerte, y son muy pocos los que se atreven a personalizarla, y meditar sobre la propia mortalidad. En el primer mundo, la finitud de la vida había quedado socialmente difuminada desde hacía décadas por la seguridad de un buen sistema sanitario universal, y por el disfrute materialista y hedonista de la vida en países avanzados.
La avalancha de titulares consignando en tiempo real las cifras de muertos por la pandemia ha trastornado muchas falsas tranquilidades. Aunque afortunadamente la vacunación global nos llevará a controlar el virus de una manera eficaz y prácticamente definitiva, sería una lástima que las reflexiones que nos hayamos podido hacer sobre el fin de la vida durante la pandemia quedasen en un olvido narcotizado. Abordar la muerte no es un lúgubre ejercicio de sadomasoquismo mental, todo lo contrario: debería ser una reflexión serena que nos ayudara a todos a vivir mejor.
A raíz de la mortífera peste negra medieval, por toda Europa circularon durante más de quinientos años manuales de «Ars moriendi», que pretendían enseñar a morir bien, dirigidos tanto a los moribundos como a las personas que los cuidaban en el último tramo de su existencia. Manuales con buenos consejos vitales y espirituales, que insistían que para morir bien, era preciso anticipar la muerte mucho antes de que ocurriera, porque esta última visita, antes y también en nuestros días, puede acontecer en momentos del todo imprevisibles.
Afortunadamente, la revolución científica, la revolución industrial y los avances en medicina y nutrición han hecho de la muerte natural una realidad distante. Estas transformaciones han representado la feliz reacción del ingenio humano a los ataques de la naturaleza. Sin embargo, también han convertido a la muerte en un tabú silencioso y silenciado.
A pesar de todas estas mejoras, es indudable que la muerte se ha medicalizado, ya que a menudo sobreviene en la soledad estéril de un hospital, al margen de las personas queridas, y con la esperanza de una cura que la medicina ya no puede garantizar. Uno de los clamores que más se han escuchado durante las horas más duras de la pandemia ha sido la protesta impotente de los familiares que no se han podido despedir correctamente de los seres queridos, aunque fuera por motivos técnicamente justificados. El COVID-19 ha hecho que muchas personas del primer mundo tomaran conciencia de la importancia de morir bien.
La doctora Lydia Dugdale, de la Universidad de Columbia, ha resucitado el interés por el Ars moriendi con la publicación en 2020 de The Lost Art of Dying: Reviving Forgotten Wisdom (El perdido arte de la muerte: recuperar la sabiduría olvidada). En su obra, la doctora Lydia combina la actualización de las enseñanzas de los manuales de autoayuda medievales sobre el buen morir con su experiencia médica en el acompañamiento terapéutico de cientos de pacientes. Dugdale invita al lector a tomar en vida buenas decisiones, a practicar el perdón, a saber priorizar y a plantear una muerte serena, alejada del ensañamiento terapéutico.
Humanamente, la muerte no dejará nunca de inquietarnos, como es natural. La única manera de crecer en confianza ante este hecho inexorable es el abandono confiado a la misericordia de Dios. Un abandono que se puede practicar en vida, frecuentando los sacramentos y creciendo en amor a Dios ya los demás. El arte del buen morir se vuelve hermoso y sereno cuando vivimos convencidos de que al final del camino oiremos las palabras de Mateo 25:21: «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor».